Como presidenta de MCCI, María Amparo Casar, fue reconocida por su análisis político, que ha sido clave para la democracia en México.
A continuación el discurso de Casar con el que recibió el galardón entregado por el Grupo Iberoamericano de Editores.
Pensando qué decir ante ustedes decidí revisar mis ya muchos años como analista política en sus dos versiones -la académica y la de periodista o comunicadora.
Al hacerlo me vino a la mente la teoría de Polibio y de Platón (anaciclosis), que describe una sucesión cíclica de regímenes políticos basada en la idea de que todo régimen político tiende a degenerarse debido a la corrupción, la ambición y la incapacidad de las instituciones para regular efectivamente el poder.
Temas cambiantes
No pude dejar de pensar que estoy terminando este 2024 trabajando y analizando temas que son exactamente los mismos que trataba como académica a finales de los años 70 y principios de los 80, hace 40 años.
Comencé señalando que México no pertenecía al concierto de las naciones democráticas, analizando la singularidad del régimen de partido casi único, examinando la supremacía del Poder Ejecutivo, la abdicación del Congreso, la farsa electoral, la ausencia de una oposición creíble y la inexistencia del Estado de derecho.
El poder hizo superflua la información
Lo que es más, la primera vez que ejercí mi derecho al voto, en la boleta sólo aparecía un nombre. No había ninguna otra opción más que votar por el candidato del PRI y sus partidos satélites.
Las reglas electorales, el control gubernamental de todas las etapas de la elección, el fraude y las super-mayorías hacían superfluas las discusiones y decisiones del Congreso y del Poder Judicial. Cualquier dejo de contrapesos nos era ajeno.
Hasta ese momento, salvo por excepciones como las de 1964, las luchas no pasaban por democratizar al sistema sino por las demandas de los sindicatos, los campesinos, los maestros, los empresarios, los estudiantes o la guerrilla.
En esa época era tan descabellada la idea de transparencia y tan escasa la información que el gobierno ponía a disposición de los ciudadanos que, tal vez los jóvenes aquí presentes no me crean, no teníamos acceso a las modificaciones del presupuesto ejercido, ni a los contratos públicos, ni a la composición de la administración pública. La Auditoría Superior no existía más que como apéndice de la Cámara de Diputados. Ni hablar de poder consultar en línea las sentencias judiciales o las votaciones nominales en el Congreso.
Democracia como consigna
No sé si la transición comenzó en 1968 o en 1978 pero de la primera vez que voté en adelante, la democracia fue la consigna de muchos. De un modo u otro caló hondo la bandera de la democracia y la narrativa de que sin ella no podría haber ni igualdad, ni distribución del ingreso, ni competencia económica, ni justicia, ni libertades, ni derechos humanos. A diferencia de ahora, entonces no se decía que cosas tan abstractas como la democracia no movilizaban al electorado. Todo lo contrario.
Llevó poco menos de 25 años construir un sistema democrático y otros 10 de irlo consolidando. Se acabó el partido hegemónico, aparecieron los congresos sin mayoría y se despojó al gobierno del control electoral; se independizó el poder judicial, se crearon órganos de contrapeso para limitar al poder ejecutivo, el presupuesto y las políticas públicas comenzaron a ser producto de la negociación; se adoptaron o se hicieron realidad derechos como el acceso a la información y la libertad de expresión, se crearon mecanismos para hacerlos valer. Se comenzó a hacer normal lo que antes parecía imposible: que el partido en el poder perdiera elecciones.
También asistimos en estas décadas a la creación de cientos de organizaciones sociales alrededor de causas que iban desde la asistencia privada hasta los que defendían la educación de calidad; desde organismos independientes que planteaban alternativas de política pública, hasta los que protegían a víctimas; desde el cuidado del medio ambiente hasta los que luchaban contra la corrupción y la impunidad.
Temas pendientes
Esta construcción de instituciones incluyó, si no por diseño sí por acumulación, burocracias especializadas que lograron una importante profesionalización y permanencia en cada uno de los poderes y en los órganos autónomos.
Resuelta la batalla por la democracia, creímos que podíamos avanzar a tratar de resolver otros problemas públicos.
En esta tarea fuimos menos efectivos. Algo se avanzó en la modernización de la economía, la creación de un Estado de bienestar y de un Estado de derecho que mereciera tal nombre, pero las asignaturas pendientes siguieron siendo mayores que los resultados.
Tampoco logramos tocar la corrupción. Más bien la democratizamos. En lugar de un sistema que previniera y castigara la corrupción se dio lugar a un sistema de complicidades en el que lo que más convenía a los gobernantes de turno era tapar a los anteriores o a los opositores con tal de que todos salieran beneficiados. Transitamos a un esquema de tapaos los unos a los otros y perdonaos los unos a los otros que el reino de la impunidad será de todos.
Estos avances que relato fueron imperfectos, pero casi siempre en línea ascendente. Así sucedió desde que el PRI perdió su aplanadora y así siguió sucediendo con las tres alternancias que experimentó México en los años 2000, 2006 y 2012. Encuentros y desencuentros entre la oposición y el partido gobernante pero siempre interlocución y negociación.
Libertad de expresión, crucial
Durante todos estos años la libertad de expresión jugó un papel central. No sólo en el sentido de la apertura de canales para emitir opiniones sino para dialogar con el poder y articular propuestas alternativas a las del equipo gobernante en turno.
El diálogo con el poder no fue siempre terso, pero fue. Cobró existencia la idea de que la conversación pública tenía potencial transformador.
Hoy la interlocución con el otro y la negociación son asociadas con una especie de traición a la pureza del proyecto único y verdaderamente representativo de esa entelequia que es el pueblo.
Sabemos que el poder rara vez se autocontiene. Pensar otra cosa es engañarnos. Cede ante presiones y demandas de grupos organizados. En todo caso, responde a la lógica de que más vale ceder algo que perderlo todo. Claro, cuando hay un mínimo de disposición y se piensa dentro del parámetro de la pluralidad y la democracia.
Falso que quienes hemos documentado el deterioro democrático hayamos sido aplaudidores o aduladores de los gobiernos anteriores. Abunda la evidencia de que las críticas no se escatimaron, las denuncias por los abusos de poder y corrupción llenaban las páginas de los periódicos, los señalamientos por violaciones a derechos humanos eran la norma, los análisis de la persistencia de las desigualdades y concentración del ingreso, abundaban y las mentiras combatidas con datos.
Pero en esta línea siempre ascendente dimos por sentado que no habría regresión posible.
No fue así. Este camino ascendente que acabo de relatar -repito, con todas sus imperfecciones- se detuvo casi de golpe hace seis años.
Nos equivocamos tanto como se equivocó Francis Fukuyama que en 1989 predijo el fin de las ideologías y a la democracia liberal como única opción viable tanto en lo económico como en lo político.
Nuevo régimen degenerativo
No sólo retrocedimos a la era del partido hegemónico. Se inauguró un nuevo régimen que cabe perfectamente en la teoría de la degeneración de los sistemas políticos.
“Solo nosotros somos el pueblo” es el grito de guerra que ha cimbrado a más de un sistema político en lo que hoy llamamos populismo pero que es muy similar a lo que los griegos clásicos llamaban oclocracia y que Aristóteles bautizó como demagogia definiéndola como la «forma corrupta o degenerada de la democracia» en la que uno o muchos deciden gobernar en el nombre del pueblo.
En la que uno o muchos se apropian el derecho de interpretar ciertos intereses como los intereses de la nación. En la que uno o muchos sientan las bases para perpetuarse en el poder, excluir a la oposición y atentar contra los poderes legítimamente constituidos. En la que conscientemente se presenta una realidad falseada. En la que se demoniza, o sea, se atribuye a los que ejercen la libertad de expresión “cualidades o intenciones en extremo perversas o diabólicas”, contrarias al pueblo y se les llama traidores a la patria.
¿De qué otra manera interpretar el constante golpeteo y represalias -laborales, verbales y hasta legales – a decenas de comunicadores que ejercen la libertad de expresión? ¿De qué otra manera entender la imposición de una mayoría en el Congreso que no se ganó en las urnas? ¿Cómo si no, avalar el nombramiento de una persona que confunde su función de defender a los ciudadanos contra actos de autoridad con la de defender a la autoridad contra actos de los ciudadanos? ¿Qué otra cosa si no, es afirmar que la voluntad general votó por la desaparición de la independencia y autonomía del Poder Judicial o de los órganos autónomos o de la ampliación de la prisión preventiva o, de lo que nos falta por ver?
En estos regímenes, la democracia no desaparece formalmente, pero todos sus componentes sí.
Los temas de ayer vuelven a ser los de hoy.
Ejecutivo todopoderoso
El ejecutivo todopoderoso, el Congreso sometido, el Poder Judicial subordinado, la administración pública como botín, la politización de la justicia, el control de las elecciones, el clientelismo electoral, los derechos a modo, la opacidad y la verdad única.
Estos fueron la materia prima de mis análisis y publicaciones. Hoy, cuarenta años después, vuelven a serlo.
Será, también, la materia prima de los jóvenes que comienzan su carrera y con algunos agravantes.
A nosotros nos tocó un sistema autoritario que comenzaba a encontrar sus límites y que de una u otra manera se vio obligado a abrirse. A ellos les está tocando, vivir el colapso de una democracia que daban por sentada y la instauración de un régimen que no sólo ha revivido las prácticas del pasado, sino que desconoce el valor la deliberación pública, antepone la lealtad a la capacidad, desaparece derechos y, por añadidura, regresa a las fuerzas armadas a la política.
Con esta caracterización lo único que hago es consignar lo que hoy estamos viviendo.
Antes era la pureza del movimiento emanado de la Revolución, ahora el dogma del movimiento transformador.
Hoy mi generación se siente abatida por ver colapsar mucho de lo que se construyó en los años previos. Por ver que el edificio democrático que creímos indestructible se desmorona.
Nos sentimos como en el mito de Sísifo que fue castigado por Zeus a empujar una roca hasta la cima de una montaña sólo para ver que antes de llegar volvía a rodar hasta el lugar de la partida o, quizá, más lejos.
Pero pensando en el largo plazo -aunque mis hijos me digan con algo de razón “pero mamá, si tú ya no tienes largo plazo”-, hay que recordar que así como no hay victoria eterna, tampoco hay derrota permanente.
Puede parecer que el panorama que he pintado solo nos conduce a terrenos sombríos, pero no necesariamente es así.
Callar es un castigo
García Lorca decía que “el más terrible de todos los sentimientos es el sentimiento de tener la esperanza muerta”. No la tengo. También decía que “Callar … es el castigo más grande que nos podemos echar encima”. No hemos callado.
La esperanza de mover la aguja en el sentido contrario está vigente. Recorramos la historia para constatar que hay ciclos de regímenes que se degeneran y ciclos en los que se regeneran.
Estoy segura de que las muchas marías amparos que en su momento analizaron el autoritarismo del siglo pasado, que hicieron propuestas para cambiarlo, que acompañaron el proceso de democratización, que nunca dejaron de señalar las asignaturas pendientes, aquí siguen. Dispuestas a volver al principio pero con la conciencia clara de que hoy toca a los jóvenes dar con las claves para el retorno a la democracia y ser portadores de todas aquellas causas que, como dijera John Adams, “todavía tienen una sagrada urgencia”.
En defensa de la libertad
En la carta en la que se me informó que sería reconocida con el Premio García Lorca, que recibí con gran asombro y orgullo, decía que se otorgaba por mi trayectoria, pero también y, cito, “por el deber manifestado hacia las labores de defensa y la promoción de la libertad de expresión en sus publicaciones”.
Creo haberlo hecho en la medida de mis posibilidades como individuo. Pero esas posibilidades cobraron una enorme fuerza con el de todos los periodistas, investigadores y comunicadores de Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad que durante ocho años y sin reparar en los obstáculos y represalias, han ofrecido información que a los gobiernos les interesaba callar o manipular; se han dado a la tarea de informar con veracidad y alimentar el debate público con argumentos y evidencia comprobable. Que han vigilado desde el ámbito privado el ejercicio del poder. Y, que, en un contexto muy adverso han defendido, a través de sus investigaciones y publicaciones la libertad de expresión. A ellas y a ellos les dedico este premio.
Esta información fue publicada por Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad en: